Textos libro "TELEES"

 

Lucía Muñoz Arrabal

 

Por Qué

 

CRISTÓBAL 

Las doce y media de una noche lluviosa y fría del mes de Enero. Me llamo Cristóbal y soy el propietario de este bar.  Entre mi clientela más distinguida tengo a barrenderos, operarios de la fábrica de coches Ford, Marías que vienen a tomar el cafetito a las cuatro después de acabar de fregar los platos, y unas cuantas prostitutas, que de años que llevan haciendo estas esquinas ya son como de mi familia.

En el televisor de pantalla plana de cincuenta pulgadas, un grupo de estudiosos buscan los motivos, se preguntan el por qué de la muerte de Mary Luz, ¿por qué falló la justicia?, ¿por qué tuvo que ser ella? Todos intentan arreglar el caso, pero quien atrae mi atención es un anciano pequeñito, calvo y con gafas; acaba de afirmar que vivimos en la inopia. Acaso yo mas que nadie.

Pero ella acaba de entrar. Avanza a lo largo de mi bar. Se dirige hacia la esquina de la barra donde está sentado Paco, mi cuñado.

Charo se sienta en el taburete. Es como cualquier mujer, salvo que apura las palabras a la manera de las mujeres que habitan la noche; hay una palpitante amargura en cada una de sus sílabas. No es lo que se dice bella, pero posee algo... no sé, tal vez unos ojos negros grandes, unas pestañas espesas, un lunar rojo cerca de la puntiaguda nariz, o quizás tal solo posee ese halo de misterio que tiene toda mujer de la que uno no se debe enamorar.

-Menuda nochecita, ¿no?- ella lo dice para entrar en conversación. Mi cuñado pone cara de asco. Ella le mira curiosa.

-¿Cómo va la cosa, Charo?

Ella se encoge de hombros y sonríe. Yo se que se esfuerza en mostrar su rostro más dulce.

-¿Te interesa algún numerillo, Cristóbal?- hoy llevo el veinticinco, el ochenta y dos y el cuarenta y nueve.

Paco aprieta los puños sobre la madera de la barra, se muerde el labio, sé que Charo le crispa los nervios.

-¿A ti tampoco te interesa, guapo?- dice dirigiéndose a mi cuñado.

Paco no contesta. Me mira y se muerde el labio.

-¿Quieres tomar algo, Charo?

-No Cristobla. Te lo agradezco, pero ya  he cenado.

-¿Un Nobel?- insisto.

-Bueno. Eso no te lo desprecio.

Charo extiende sus largos dedos, me  muestra las uñas esmaltadas en rojo, coge el cigarrillo y se lo pone entre los labios, húmedos, sensuales, gruesos, unos labios que  me recuerdan alguna noche pasada con perfume a Pachuli. Le ofrezco fuego y la pequeña llama se refleja en sus ojazos negros. Ella da unas cuantas caladas rápidas y finalmente expulsa una cortina de humo.

El espacio al rededor de ella se transforma en una nube blanca, imagino su silueta, ideas, pensamientos impuros pasan por mi mente. Un reguero de imágenes me obliga a respirar agitado, me suda la frente, me sudan las manos... Soy un gilipollas, lo sé, y ella lo sabe, o lo intuye a través de esa mirada traviesa que me está regalando.

Unas voces me sacan de mi nube. Es Paco que se revuelve en el taburete.

-¿Qué pasa con mi bocata de ternera y mi cerveza?, ¡en este bar no se atiende a los clientes!, ¡no se para qué vengo...!

Aguanto a Paco porque es lo que es, pero el día menos pensado doy un salto en la barra y le arreo un par de hostias.

-Aquí tienes lo tuyo, cuñado.

Charo sigue ahí, sentada como una aparición rubia y seductora, parece que levitara en su asiento. 

 

PACO

    Me muerdo el labio, y todo por no pegar un grito a mi cuñado. La carne de ternera está como la suela de mi zapato y el pan parece goma de mascar. Y encima tengo que aguantar la presencia de la puta ésta. Si al menos se limitara a vender sólo la lotería, pero no, eso a ella no le basta, cualquier día menos pensado la denuncio y punto.

Mírala, lleva el pelo pintado de amarillo, y en cada ojo, parece que llevase toda la penitencia de su vida dibujada en ese color violeta oscuro con el que se ha repintado los párpados. Fuma el Nobel con desgana, su gesto es cansino, pero su mirada es negra, acaso su conciencia resulta también negra.  

La frente me suda. El pan se me hace un nudo en la garganta y un principio de acidez me amenaza en la boca del estómago. Ella está aquí, para joderme, y mi cuñado embelesado. La mira comiéndosela con los ojos, y ella hace que no se entera, y me pongo de los nervios.

-¡Qué se marche!- y mi pensamiento ha sido tan fuerte que lo he gritado.

-Cuñado, ¿te encuentras bien?

Cristóbal siempre tan diplomático y la puta que no se entera que la cosa va con ella.

Me agito en mi taburete. Me muerdo otra vez el labio y siento un ardor que me sube a las mejillas. Si mi hermana estuviera aquí nada de esto estaría pasando.                  

 

CHARO  

¡No se qué puñetas le habrá picado hoy a Paco! Tiene la comida hecha una bola en la boca y creo que si no la ha vomitado aún es por no hacer el feo a su cuñado, que de bueno que es, es tonto, mira que regalarle la cena cada noche.

-Oye Cristóbal, ¿cómo sigue tu mujer?

-Mal Charo. Muy mal.

-Entonces va para largo la cosa.

-Eso dicen los médicos.

-¡Menuda putada!- y lo digo de corazón, que aunque el imbécil del Paco me esté poniendo cara de querer estrangularme, lo he dicho de corazón. El Paco sabe que su cuñado ha pasado algunos ratos conmigo, pero también debe entender que su mujer lleva ya para dos meses en el hospital y quien sabe si no se la traen envuelta en plástico.

Cristóbal disimula muy bien su dolor delante del Paco, pero la otra noche lloró sobre mis tetas como un niño chico, no soporta la idea de perder a su Juana, veinte años de casados, sin hijos. Así de jodida es la vida. Y ha apechugar.

Llevo cinco años vendiendo lotería y las ganancias no me llegan ni para pagar el alquiler, hago algunos clientes de vez en cuando. Prefiero eso a tener que ir mendigando a la puerta de mis hermanas, o como hace el meno del Paco, vergüenza le debería de dar, presentarse en el bar cada noche con la excusa de preguntar por su hermana, pero a mí no me engaña con esa cara de acongojado, yo se que lo que viene buscando es cenar gratis.

 

 

¡Anda Quilla!

Un atardecer de junio mientras languidecen las margaritas con los últimos rayos de sol, dos adolescentes, Meli y Merche, charlan de sus otras amigas, se pintorrean la cara, sacan ropa del armario y se la prueban. Bailan a ritmo del Canto del Loco, y mandan y reciben mensajes en sus móviles.

-Anda Quilla, ¿no tendrás un bollycao por ahí?-pregunta sin dejar de mirar la pantalla de su móvil.

-¡Qué te crees, Merche!, ¡que soy un supermercado!

-¡Venga, Meli!, ¿lo tienes o no?

Meli sale de su dormitorio y al instante vuelve con dos bollycaos.

-Ten, y no me vayas a pedir nada más. Que por tú culpa éste va a ser el segundo bollycao que me coma hoy.

-¿Se puede saber que mosca te ha picado? Llevas una semanita de lo más gilipollas conmigo.

-Es que estoy preocupá -dice y se sienta en su cama al lado de Merche.

-Y se puede saber que te ronda por esa cabeza de mosquita.

-Una pregunta.

-¿Sólo eso?

-Es que es grave.

-¡Qué exagerada eres! A ver, ¿Qué te pasa?

-Bueno… Esto… ¿tú crees que si se la chupas a un tío te quedas embarazada?

-¿Cómo?

-Pues eso, que si te quedas.

-Meli, ¿no me digas que tú…?

No hizo falta que  respondiera. El sonrojo de su cara lo confirmó. Meli de pronto recordó aquella noche. Estaban Nacho y ella en la playa, sentados junto a unas rocas, se besaban y se acariciaban. Entonces entre gemidos de placer Nacho se lo pidió. Ella sintió una mezcla de deseo, pudor y curiosidad. Nunca había llegado hasta tan lejos con él ni con nadie. Pero quería complacer a Nacho. Además, pensó que si no lo hacía, a lo mejor dejaba de quererla o  le daba a entender que no le quería lo suficiente. Así que lo hizo. Le dieron arcadas, se sintió fatal, pero no le dijo nada a Nacho. Temía  que se riera de ella.

-¿Meli?, ¿te encuentras bien?- preguntó Merche al ver a su amiga llorosa.

-Es que hay otra cosa- confesó entre sollozos.

-¿Qué cosa?

-Pues que se corrió dentro.

-¿Cómo que dentro?

-Si. En mi boca.

-¡Qué fuerte, tía!

-¿Entonces estoy embarazada?

-Y ¡yo qué se!

-Mira, le he estado dando vueltas a la cosa y he pensado que podría llamar a ese número que dice la tele que hay para preguntar sobre sexo.

-Claro y cuando te pidan  tu nombre y tu edad ¿qué les vas a decir?

-Yo tenía pensado mentirles, o sea, les diré que tengo quince años, ¿qué te parece?

-No sé… No sé… No me fío y ¿si lo preguntamos en Internet, en un chat?

-Oye pues no es mala idea.

-¿Cuánto tiempo hace?

-¿De qué?

-Anda quilla, de qué va a ser… ya sabes…

-¡Ah!, hace dos semanas- dice y de pronto se pone pálida.

-¿Qué te pasa, Meli?

-No sé, creo que el bollycao me ha sentado mal- y se masajea la barriga- Por cierto, Merche, tú esto ni mu a nadie, que te conozco.

-Meli, ¡a qué me enfado!

-Está bien. Salgo un momento al baño y luego seguimos hablando.

Merche aprovechando que se ha quedado sola, coge el móvil y comienza a enviar mensajes a todo el mundo. De pronto oye gritar a Meli y sale corriendo de la habitación.

-¿Meli, qué te pasa?, ábreme y no me asustes- dice aporreando la puerta del cuarto de baño.

-¡Qué alegría!, ¡qué alegría Merche!- grita abriendo la puerta-  ¡que no!, ¡que no estoy embarazá!

-Por los pelos Meli, por los pelos te has salvao.

 

 

Marcelo

Marcelo un día decidió salir del armario, no porque fuese maricón, sino porque se sintió de pronto poeta. Sí,  poeta. Se dirigió hacia su escritorio, uno de madera oscurecida por los años, con numerosos cajoncitos y remaches dorados. Abrió uno de ellos y sacó unas hojas de papel amarillentas, llevaban allí la tira de años esperando este día triunfal en el que por fin se sentirían útiles.

Marcelo acarició las hojas amarillentas, suspiró, y miró a todas partes buscando una pluma estilográfica. La halló reposando junto al marco de plata envejecida en cuyo interior dormitaba la foto, en blanco y negro, de su abuelo enfundado en un traje de soldado, serio y marcial, como correspondía en aquellas circunstancias. Cuántas tardes su abuelo, mientras fumaba un gordo habano, le relataba su estancia en el Sahara, donde había pasado más hambre que un caracol en un espejo, y las chiches y las pulgas eran las dueñas de todo su cuerpo, que se le cubrió de ronchas. Se regodeaba diciéndole que cuando los cocineros hacían el almuerzo, tenían que sacar con las espumaderas, toda la clase de insectos asquerosos que flotaban por los bordes. Eso repugnaba en demasía a Marcelo, que cada vez que veía a su madre pasar la espumadera por las ollas, se le retorcían  las tripas.

Marcelo cogió la estilográfica, era negra y plateada, y tenía numerosas muescas, hechas por Marcelo con sus propios dientes, una afición de niño que aún de vez en cuando rememoraba con todo lápiz o bolígrafo que pasaba por sus manos.

Marcelo se quedó meditabundo, ¿tendré el valor suficiente, me desmayaré en el intento, desfalleceré fulminado por un rayo, me cogerá mi madre in- fraganti, seré presa de demonios, del fuego eterno como le había augurado el párroco hacía años?. Miró su librería, en ella habitaban unos quince libros, no más, todos heredados de su abuela, gran aficionada a la lectura. Aquellos libros, huérfanos de madre, no habían sido acariciados por mano alguna desde el día en que fueron puestos, por estricto orden alfabético, en la librería por orden de su madre. Se fijó en uno de los títulos, El jardín de las delicias. Marcelo dejó viajar su mente. Imaginó un paraíso donde él, cual Adán, iba desnudo. Los pájaros trinaban, de todas partes emanaban riachuelos de agua cristalina y fresca. Había árboles frutales de todas las clases, animalillos nunca vistos correteaban felices por los verdes senderos. Una voz, dulce y cálida, le llamó por su nombre, y él preso de aquella voz se dirigió hacia ella. Allí estaba, su Eva. Una joven esplendida en sus carnes, blancas, sonrosadas las mejillas, los cabellos rubios le caían con suma gracia sobre sus pechos generosos, turgentes, duros, Marcelo se sintió erecto y un rubor le vino a las mejillas, ella, al ver su embeleso y su asta de bandera al frente, le sonrió maliciosamente.

Ambos se cogieron de la mano y se fundieron en un largo abrazo. Marcelo en su ensoñación amó y poseyó a su Eva como nunca había hecho con mujer alguna, y la hizo gozar con múltiples orgasmos que ella supo agradecer montado en él en increíbles posturas.

Estaba Marcelo extasiado en su jardín de las delicias cuando tocaron fuertemente a su puerta. Un rayo helado le atravesó la espina dorsal. Era su madre que le clamaba tras la puerta a grito pelado. Cayó como plomo macizo la punta ennegrecida de la pluma estilográfica sobre las hojas amarillentas, de pronto, preso de la rabia y la locura, delineó unas letras, unos garabatos sin sentido, unos párrafos inconexos, unos versos desmembrados. Leyó lo escrito y se lo guardó en el bolsillo del pantalón, abrió uno de los cajoncillos del escritorio y sacó un rollo de cinta adhesiva. Salió al pasillo, abrazó a su madre y sin mediar palabra de su casa, dejando tras de sí los reproches de su madre que le preguntaba con insistencia a donde iba a aquellas horas de la noche. Decidido en su empeño caminó sin mirar atrás. Cruzó aceras y recorrió varias calles solitarias, sorteó mierdas de perro, charcos de meados en las esquinas, bolsas de basuras rotas por las uñas afiladas de gatos callejeros, hasta llegar a la calle Bronce número Once. Allí respiró hondo, metió la mano en su bolsillo, desplegó la hoja amarillenta, y con sumo cuidado la pegó al cristal del pequeño escaparate de La Casa de las Palabras.

Admiró su obra, receloso, miró a todas partes por si alguien le había visto, y comprobando que estaba más solo que la una, se subió el cuello de la chaqueta, metió ambas manos en los bolsillos del pantalón y retomó sus pasos anteriores que le llevaron a la puerta de su casa. Entró en ella silencioso, cabizbajo, con el rabo entre las piernas. Miró a su madre que le recibió con un abrazo desmedido, pero con ojos represivos, y le hizo sentir culpable por haberle dejado sola en casa a esas horas, pero en el fondo se sentía feliz, muy feliz, inmensamente feliz. No le dijo nada a su madre, seguramente ella nunca llegaría a comprenderle. 

 

 

Háblate a Ti mismo de Usted

Mire usted Lucia,  yo lo que quiero es salir de mi casa. A mis ochenta y dos años, no es plan de vivir en un cuarto piso y sin ascensor. Padezco del corazón, tengo la tensión alta, el colesterol por las nubes, tengo más azúcar que la fábrica de Larios, las piernas me flaquean y la vista cada día la tengo peor. Yo lo que necesito es una casa en planta baja, que yo ya no estoy para subir cuatro pisos. No. No puedo vender, como ve esto tiene más años que yo y no me darían ni pa pipas. Y de irme de alquiler nada, porque con los precios que piden ahora y la pensión que tengo de viudedad, es una miseria y no llego a fin de mes ahora, cuanto más, si tuviera que pagar un alquiler, porque la comida se ha puesto por las nubes, no es que coma una mucho, sabe usted, pero lo malo es que casi todo son verduras y cosas de régimen y eso vale caro. Me hago una olla de caldo y me dura tres días, hago con él sopa de fideos, sopa de arroz y sopa de verduras. Si pongo un potaje un día con verdura y el otro con arroz, la carne casi ni la pruebo y menos el pescado que está con unos precios pecaminosos.

Además en el piso no hay nada más que gente joven, que se pasan la noche con esa música, de tachún, tachún, no paran de dar golpes y parece que se pasaran la madrugada cambiando de sitio los muebles. Un día cansada de oír música y escándalos me levanté, y sabe usted que me encontré en el rellano, a un negro en cueros y a mi vecina como la madre que la parió, el negro llevaba una taza en la mano y me dijo:

-Abuela, no quiere un cafetito.

Para café estaba yo a esas horas. Les dije cuatro frescas y los mandé a paseo. Cuando cerré la puerta pude oír sus carcajadas.

Una desvergonzada, mire usted, eso es lo que es mi vecina y sólo tiene veinte años, trabaja de noche en un bar de esos que sólo dan copas y mucha música y sabe usted, para mí que le da a ya sabe, ay, a qué va a ser mujer, a la hierva esa que dicen que te hace mearte de risa, ¿qué de donde he aprendido yo eso?, pues mire usted, de la televisión, es que es mi única compañía, mis hijas viven en la capital, mi única hermana murió hace tres años y mis amigas están igual o peor que yo y dicen que cuatro plantas no suben, por eso busco un bajo, algo para mí, ¿qué lo alquile?, no se, no se, a usted que le parece, que lo va a consultar con la agencia de un amigo, ¡ay!, que hecho de menos a mi Jacinto, él lo habría solucionado todo en un plis-plas, era carpintero, y sí, lo hecho mucho de menos, no hay nada  como el calor de un hombre en la cama, ¿qué?, ¿se avergüenza usted de lo que digo?, sepa usted que yo también fui joven y me gustaban los hombres, lástima de los años que pillé, que ni un beso de esos que llaman ustedes de tornillo puede pillar, no más que ir agarrados del brazo, y un roce y no más, porque sabe usted, los padres nos tenían muy vigiladas.

Y qué, cómo lleva usted el día, ¿se vende mucho?, no ponga usted esa cara, que me parte el corazón. ¿Ha desayunado usted?, ¿No?, pues eso es lo primero que hay que hacer, o ¿es que no escucha lo que dice la televisión?

Bueno, ¿le he pagado ya?, pues entonces me voy, que me estoy poniendo muy pesada, y coma algo,  ¡ay, así como va a engordar usted!