José Vasanta
Cuando menos lo esperaba llegó Elvira con el aguinaldo, y se lo arrojó a la cara, tocando las fibras más íntimas. De entrada, a nadie le amarga un dulce, una cesta llena de regalos, sorpresas y buenos propósitos. Pero a veces la sombra de la duda se estira como chicle que se pega y molesta. No le convenció el momento ni el sitio ni la forma, que, a su pesar, revelaba esta actitud provocadora. Quería conquistar, y dejarse seducir, pero a su aire. Y Beber juntos al fin el vino del amor, del que ni siquiera había visto las promesas en los destellos de la botella.
Aquel día Paco fue protagonista; escuchó algo que no le gustaba; lo asociaba a una pura ceremonia amañada para la ocasión, cuando ella le espetó, Paco, estoy enamorada de ti, no puedo ocultarlo por más tiempo.
Se le oscureció la mirada. Un río de rumores vacuos circulaba por su cerebro ¿Por qué no esperó a las vacaciones que llamaban a la puerta, un tiempo ideal en que estás eufórico, que hierves en deseos inconmensurables, en vivir experiencias locas? ¿A qué viene este atropello? ¿Era oro lo que en su corazón relucía? Desgranando el contenido, Paco se preguntaba con rabia, ¿Será acaso una treta para conseguir ciertas prebendas? ¿Qué porcentaje de credibilidad merece una declaración fugaz, fortuita, como un hipo, impulsada por las veleidades de un viento que sopla?
El suceso le produjo un shock. La boca se le torció como si la atravesara una bala, pegándose un sonoro y seco mordisco en la lengua que yacía enroscada cual serpiente atemorizada en su guarida, manchando de salpicaduras de sangre el entorno. Un cúmulo de adversidades se posó en su camino. El ordenador, antes dócil y eficiente, después de la buena nueva casi estalla. Las fotos tan ansiadamente acariciadas, que guardaba en la cámara digital del último viaje a la tacita de plata se dan a la fuga. El proceso tecnológico se desactivó. Se diría que una mano siniestra se adueñó de la situación. Como si un perverso buitre negro hubiera clavado inmisericorde su afilado pico en la presa.
En el rescoldo reinante, la publicidad de las ondas, inundando el ambiente con su mensaje macabro, vino a echar más leña al fuego, desestabilizando aún más el aplomo de Paco, “Somos Funeraria La Soledad”, estamos muy cerca de usted y a su entera disposición las veinticuatro horas, domingos y festivos. No lo piense, llame. No olvide dirección, teléfono y fax. Le esperamos. Será un placer satisfacer sus necesidades.
Elvira, con un peinado chusco, altivo, la cara despintada, con tono avinagrado, entumecida, con aires de puerco espín, y pronunciando frases elípticas, esdrújulos múltiples, se abalanzó sobre él como si lanzara proyectiles. Paco intuía en su fuero interno que en el primer encuentro que mantuviera con ella se la jugaría, se lo iba a confesar. Pero él transitaba por otras academias; necesitaba arreglar los descosidos, ponerse al día, apagar los miedos que le quemaban y cicatrizar heridas de la relación anterior.
Sin embargo, casi sin querer Elvira, recluida en su bucólico paraíso, da una patada a la primera piedra que encuentra en el silencio del desfiladero, donde acaso consiga que algún ágil lagarto salte del tajo. Ella deja caer la ofrenda en su presencia sin reparar en su estado anímico, ni lo que augura su horóscopo, y menos aún la sentencia judicial que tiene pendiente.
Y para colmo, asoma por la puerta sin un esbozo de beso en los labios, una chispa fresca en los ojos, con la dádiva picante de una furtiva lágrima que ruede, entre risa y lloro, catapultando hacia el futuro el espíritu de Paco y selle su encuentro con entera fruición y dulzura.
Y no podía responder a la pregunta, Qué tal el vino… ¿Qué estrella la arrastraba a su pesebre con tanta premura? Como irrumpe el trueno en noche sosegada, así traspasó sus costillas el susurro arrullador. Sin haber probado bocado, ni bebido del vino recién traído, y ni tan siquiera haber ritualizado una minúscula expresión con la boca en forma de O de asombro, al menos de cortesía por el obsequio, si no por otra delectación más gloriosa. Incluso haber exhalado un hurra por la botella, y la vamos armar, seguro…vislumbrando la transparencia embriagadora de su silueta, atrapado entre espejos verdinegros su alegre caldo dionisiaco, que cautivo borbollea en el interior. Nada de semejante calibre ocurrió. Parecía que el vino hubiese sido elaborado con uvas malditas, uvas de traición. Y una sacudida súbita lo derribó.
Él lo intuía. Ella simbolizaba el contrapunto de la reflexión. Se deslizaba peligrosa por la pendiente al menor descuido; irradiaba excesivos aires de impaciencia a cada instante. Se preguntaba atónito, pero cómo te atreves a humillarme de este modo, ante la inquieta mirada de compañeros de trabajo y amigos. Elvira, no puedo creerlo.
Estaba convencido de que no era el momento más oportuno para tal proclama, al coincidir con gente dispersa, cada uno de su padre y de su madre, y trajera en el pico, cual ave errante, el secretito y lo aventara a las famélicas turbulencias de su entorno, sabiendo que son arenas movedizas por donde pisa, respira y piensa; y cuando menos se lo espera uno la cruje por lo más nimio, por la suma de mil sin razones, llámense tics, reticencias, patologías, fobias, que cercan a coro el correr de los días de la persona, y tú, pensaba él, endiosada, con porte ingenuo, como si acabaras de recibir la primera comunión, con el cuerpo divino en tu garganta, toda de blanco, con trenzas y el caprichoso color verde del flequillo sobre la frente, vas sin ver por donde pasas, y revientas de repente como una flor exhalando perfumes privados, íntimos a conocidos y foráneos, a los que un día sí y el otro también te ponen zancadillas en la oficina, en la cafetería, y desearían fulminarte si pudieran. Ahí está sin ir más lejos ese pequeñajo, el de los fieros mostachos, que parece un hombrecillo a un bigote pegado, con su impecable gabardina, que inicia la jornada con continuas risitas cuando acudes al baño, siempre con la cansina cantinela, que si tardas tanto y cuanto, qué habrás estado haciendo, si dos pajas, o vaya usted a saber…, u otras trapisondas de las suyas.
Finalmente Paco, abrumado, le dijo.
-Elvira, te equivocaste, la prudencia es una virtud indispensable en cualquier tiempo y lugar y tú, la desdeñas.
Me robaste la puesta en escena, la oportunidad de lucirme, de pilotar mi nave, abrirme a ti. Impediste que sazonara el fruto, que aflorase la pasión contenida. Apagaste el sol madrugador del posible entendimiento aquel amanecer en que corría un céfiro tierno, de panecillo recién hecho, a tu medida, y me dejaste herido, muerto, K.O. Ocurrió lo que me temía.
Elvira, te lo comenté en el autobús el miércoles pasado, y luego, cuando tomamos café. Recapacita, ¿lo recuerdas? No te precipites. Mastica despacio, serenamente. Todo llegará. No hay que apresurarse. El tiempo es nuestro.
Te desvelaré mi presentimiento; tan pronto como atisbé tu advenimiento, adiviné tus intenciones. ¿Sabes el misterio? te lo cuento brevemente; vestías una blusa roja con los botones cambiados, la pintura de las uñas de los pies la untaste con palpable desaliño en los labios, las pestañas se te habían ido de las manos, y no cubría el cuello tu pañuelo azul preferido, vamos, ni acordarte siquiera.
Y qué curioso resulta todo, después de observar la fuerza del cariño que te llevó a hacer tamaño desatino, creo que irreparable, como en la tragedia griega, donde el protagonista es devorado por el corazón de las tinieblas. En el próximo número la venganza será mayor...
Desde un tiempo a esta parte no sé lo que ocurre. Es raro el día en que al levantarme no descubro taciturnos cardenales en dispersas zonas del cuerpo, algo parecido a un rasguño o borrón, y para más inri no logro cazarlo en el momento de su gestación, es decir, trincarlo in fraganti. La penumbra de la estancia impide calibrar perfiles, textura, su propia identidad.
Ah, espera, ahora te lo digo. Desentrañar si el fenómeno presenta hechuras de espina, aguijón de insecto juguetón agazapado en los intersticios de la colchoneta como una broma, o vaya usted a saber.
Es evidente que no ocupan espacio en la hoja de servicios, pero a la piel de mi biografía le rechinan los dientes, y parece resquebrajarse como si se abrieran socavones de acné, espinillas, o similares. Páginas sin duda ingratas del crecimiento físico y propias de épocas convulsas de la vida en que, si no recuerdo mal, pasaron el umbral de la adolescencia de puntillas, sin apenas apearse del pescante. Pese a todo, tengo mis reservas sobre las espinas en particular.
Valga como muestra el higo chumbo, que me chifla, pero según los teólogos del bien y del mal, cunde la sospecha de que el diablo que no duerme hizo una de las suyas transplantando con nocturnidad y alevosía los erizados cabellos a su armazón, y se tornó en sanguinaria maldición tan sólo nombrarlo; la yema de los dedos al rozarlo explosiona a borbotones, rauda como una flecha. Yo, a las espinas les tengo respeto, tanto como si de un poblado e hirsuto mostacho de gendarme de guardia se tratase.
En la vida de las personas, se cierran y abren nuevas puertas, insondables horizontes, unos son tránsfugas de piratas, ásperos, sembrados de púas empinadas, y otros deambulan por círculos envidiables, pasarelas de ensueño, sonrientes, cubiertos de encendidas rosas (aunque las armas las camuflen en su seno en defensa propia). Los primeros, pertrechados con serio acopio de metralla asesina, matarifes espigados y la impronta de un ataque de serpiente en cualquier instante. Los segundos, de cielo despejado, ojos radiantes, depiladas las cejas, perfumados, encandilan, seducen al transeúnte con obsequios de la tierra, frutas maduras, exuberancias nuevas, y cestas llenas de colores, un arco iris de maná paradisíaco.
Ellos tienen claro el veredicto. Yo desconozco la cuna de tales arañazos, esos anónimos hilillos en carne viva urdidos en el túnel del sueño; y no acaba ahí la trapisonda, ya que acontece incluso estando en vela, como si en el semblante se inoculasen licores adulterados, tocados por una mano negra, todo de espaldas al bamboleo de las olas marinas. Esto es espinoso, y produce desazón, desconcierto.
Ah, espera, ahora te lo digo. Tengo un amigo de apellido Espinoso, con quien hasta la fecha nunca me atraganté. Así que un brindis por la buena sombra de Espinoso. Ahora bien, yo me pregunto lo siguiente, qué haré el día en que necesite quitar las espinas al pescado. Qué ocurrirá. Algunos lo toman a chufla, como algo baladí; allá ellos, pero la espina se me está clavando en la garganta. Si consiguiera transformarme en un *garganta profunda el gozo sería inenarrable, solventaría los embarazos que me acechan, y como por una ancha catarata evacuaría veloz las ingratas migrañas, las piedras de molino, la espinita en el corazón.
No comparto sus dictámenes. Además está el agravante de que no se trata de limpiar pescado que conocemos de toda la vida, piénsese en boquerón, jurel, o salmonete; no tienen parentesco, en absoluto. Me estoy refiriendo a otras familias, un tipo de especies raras, capturados por pescador amateur en puntos negros de blanca espuma, parajes especiales, cuyo hobby es la pesca, como lo son la petanca, el dominó u otros pasatiempos. Tal actividad, por ende, conlleva algo de inexperiencia y cierta precariedad de medios para su desarrollo, aunque se contrarrestan las carencias mediante el arrojo, la honrilla y la hombría de la que hacen gala estos lobos de mar, enganchados de por vida a tal menester, por arriesgado e inseguro o espinoso que sea.
Ah, espera, te lo digo, los peces del amigo son los mejores dotados de espinas en mil leguas a la redonda, y hacen un caldo que se chupa uno los dedos.
Anda Mari-quilla, te ocurre cada cosa:
Ayer recibí una carta de amor sin remite, devuelta con las correspondientes firmas del cartero, trae varios matasellos de origen, por lo que ha ido dando bandazos de un lugar para otro, no se sabe el porqué, con una mancha de aceite en el sobre y un roto en el borde. Un admirador que firma Triste Ardiente. Expone que me persigue en secreto en el autobús, cuando voy al trabajo y regreso, se coloca detrás de mí, a cierta distancia para no levantar sospechas, sin rechistar ni atreverse a mirar a los ojos, se informa de que trabajo en unos grandes almacenes, en horario de diez a tres, y aguarda hasta que suenan los tres toques en el reloj de la iglesia, leyendo a la sombra del quiosco el periódico, hasta que salgo por la puerta en dirección al autobús, me hace compañía triste y ardientemente todos los días, durante el trayecto a mi piso de soltera, mirándome de refilón, luego se apea perdido entre el bullicio y corre apresurado a espiarme por la ventana iluminada de la habitación donde me desnudo. En cuanto llega mi marido y me suelta de rutina el beso en los labios, sale huyendo muerto de celos. Él también es casado, pero no duerme con la mujer desde que nació el último de los hijos. No existe nada entre ellos. No se divorcia por los hijos y porque le inquieta su estado de salud. Tres hijos, el tercero tetrapléjico, la secuela de un accidente de moto; necesita rehabilitación, visitas médicas, y cuantiosos gastos. Mi vida, tan vulgar y vacía, colma los sueños de esta persona, Triste Ardiente. Yo, que rompo el espejo al mirarme, a ver qué puedo hacer, así me parió mi madre y debo agradecérselo, no faltaba más; he acudido al cirujano pero no tengo suerte; uso zapatos de tacón especial para subir unos centímetros el busto, soy un mamarracho en la cama, cosa que tengo asumida, y de un tiempo para acá el pelo se me está cayendo, me veo cada día más calva.
Bueno, he de confesar que mi marido me da una de cal y otra de arena, con su perfil de Frío Triste.
A parte del beso, fugaz y desairado, ni un leve amago de conversación, una mirada cómplice, interrogativa, una palmadita en la mejilla que excite y levante los bajos instintos tan castigados últimamente, cómo va el día, ponernos alegres cantando a la vida un ratito al son de salsa y ron mezclando nuestros sentimientos en las copas y la melodía; saboreándonos con el licor ameno, solventando los escollos. Nada de eso.
Y mira por donde, entre tanto desencuentro, atisbo en el apartado de correos la carta de amor del Triste Ardiente. Haciendo memoria, recuerdo un tiempo más pródigo, períodos de rico esplendor. Hasta no hace mucho me enviaban infinidad de cartas de distintas fuentes, que entraban en el buzón como una riada, de manera sorprendente; invitaciones a lecturas de cuentos en ateneos y centros de cultura, citas para exhibir perfumes, avisos sobre eventos en hoteles o asociaciones culturales como por ej. La casa de la palabras, sobre las costumbres de antaño y las tradiciones populares que desaparecen, o primicias de innovaciones tecnológicas, novedosos artilugios domésticos portadores de óptimos grados de confort, propaganda de todo tipo, aluviones de publicidad de servicios (carpinteros, tienda de chuches, muebles, fontaneros, cerrajeros, ofertas de supermercados de dos por uno, juegos de placer, etc.).
Unos amigos me enviaban cartas desde Sevilla. Ya no escriben. Se diluyeron entre la bruma. Y ahora, cuando menos me lo esperaba, una carta de un caballero, que se excita al verme abrazada a las barras del autobús. En el fondo me intriga el nombre de Triste Ardiente, pero lo veo en el fondo atractivo, que me gusta, y no sé por qué.
He guardado la carta en el cajón de la ropa interior, cubierta por los sujetadores y las bragas, pese a que sienta a ratos cierto rubor pensando en que se empape de mis secretos mejor conservados. Siento pavor cuando me pasa por la mente la idea de que algo íntimo, lúdico, erótico, pudiera ser leído en mi rostro por azar, se me caería la cara de vergüenza, bien lo sabe dios, aunque musito al viento suave, y por una vez… quién irá a desentrañar y condenar semejante prueba, tan tierna y original, de amor y cariño.
Ah, ¿Qué vais a hacer? Yo, ni idea. Tengo últimamente demasiados problemas. Me siento agobiado. No sé. Los desgarros que te crucifican sin dar explicaciones. Desgracias que no llegan solas, siempre llevan una tarjeta de visita, una cohorte de vasallos que le rinden pleitesía. Lo que más me joroba es la hipoteca que me ha endosado mi ex. Son cosas de las que te dejan tiritando. En aquellas fechas, si me entregué a sus vientos y veleidades, imagino honradamente, en medio del turbio oleaje que me tambalea por momentos y azota la razón, que no me opuse en su día, por sentirme lleno de su dulce calidez, de sinceros y mutuos cuidados; y, sin embargo, lo que he cosechado de la siembra, el envidiable fruto de mi inversión, es la hipoteca como la copa de un pino del piso que compramos. No sé cómo salir del atolladero.
Como podéis comprobar la feria la llevo por dentro. Y menuda feria, donde lo que acaricio es la calle del infierno, un fin dantesco, regodeándose en la vorágine de la soledad.
En cambio vosotros, como el que no hace la cosa, de rositas o algo así, os dais un garbeo con el boli enganchado por el mercadillo y montáis la hostia, una historia de órdago, de muy señor mío, en un abrir y cerrar de ojos; y mientras yo, ni idea. Protesto ante tanta vejación y falta de sensibilidad con el resto de los mortales; a ver si bajáis a la fría tierra, porque percibo que vivís en el Olimpo con los dioses, cual seres inmortales, y por eso dais la coña, Ah, ¿Qué vais a hacer? Y yo, ni idea. Interiorizadlo. Qué haríais en mi situación, dejado de la mano de Dios, en este desierto a verlas venir, y aunque dé mil vueltas por estos parajes no vislumbro oasis alguno; no me aclaro. ¿Por qué no os hacéis cargo? Qué egoísmo. ¿Me hago el harakiri? Tengo que cargar con lo vuestro, con la hipoteca y con todo lo que llevo a mis espaldas hipotecado desde tiempos inmemoriales. No lo entiendo.
Vosotros abrís la carpeta de la mente, los ojos de la escritura y de un puñetazo, como el que no hace la cosa, arrasáis, hacéis gran acopio de tramas, escenarios, peripecias, o sea, os centráis en una leve arruguilla de algo insignificante, y erigís un monumento de personaje deambulando por un mercadillo, joven, mayor, hombre o mujer, feo o fea por dentro, con la boca torcida o entre abierta. Así por ejemplo, la chica pelirroja que vende rosas a la entrada vestida toda de blanco, o el hombre de perilla y bigote negros al fondo, que trae tortas antiguas para todos los gustos oriundas de la comarca, de trigo, centeno, maíz, nueces, cebolla, pasas… tras patear barrios, pueblos, fiestas, concursos gastronómicos, degustaciones, y las exhibe ufano en típicos tenderetes; o bien los puestos repletos de enseres de uso cotidiano, encendedores, relojes, sombreros de paja, bastones de lujo o de madera color verde para ancianos frescos, ungüentos milagrosos para enamorarse, polvos celestinescos para el rostro, floreros, pitilleras, llaveros, redes para rodetes como el de la tía Dolores, planchas, o curiosas prendas íntimas de época .
Y de nuevo la preguntadita, Ah, ¿Qué vais a hacer? Yo, ni idea.
¿Qué hago entonces?…sólo para joder… no más… el próximo día me vengaré con una buena pedrada donde más duele.
Yenny
Mi Madre
La última vez que escuché su voz estaba muriéndose, llamando a su madre muerta hacía tiempo. No fui capaz de acercarme a ella porque era la primera vez que veía la muerte y me intimidaba.
Me hubiera gustado cogerla de la mano y hablarle; pero no sabía. No me daba cuenta de que hubiera sido mejor para mí y para ella.
Fue una lección muy dura y no lo reconocí hasta años más tarde.
Mi madre era una persona inmadura, hablaba mucho y no sabía escuchar.
Teníamos los papeles interpuestos, ella era la hija y yo la madre, posiblemente la razón por la cual no quise tener hijos.
Ya había tenido una hija: mi madre.
Por Qué
¿Tenemos que envejecer? Se preguntó Carolina observando a su padre echando un solitario sobre la mesa del comedor. Se acordaba de este hombre alto, guapo, de cabello negro y humor fácil, que le decía que había que ver siempre el lado positivo de la vida. Ser optimista era su lema.
Lo veía tan decaído que se lo recordó. Cuando tengas 82 años ya verás.
Pero papá eres joven todavía, para nuestros tiempos. Sin embargo el alcohol y el tabaco habían hecho estragos, especialmente en su ánimo.
Ya no hablaba, ni contaba sus incesantes bromas, se había vuelto silencioso. Sólo le interesaba el coñac, su veneno favorito, que su doctor le había prohibido terminantemente.
Nunca entendió por qué se había autodestruido tanto. Su padre le había enseñado a beber desde jovencita para que no “abusaran “de ella.
No tuvo la necesidad de emborracharse, ni de beber demasiado, quizás porque no lo tenía prohibido.
Papá cómo te quiero y que poco te comprendo. Debe haber algo más que el alcohol para disfrutar de la vida.
A Modo de Epílogo
Va de Usted
Aunque se parezca al brindis de Manolete el epígrafe, tan retador y solemne, discurre por otros derroteros, ya que de lo que se trata es de bajar al albero y coger por los cuernos a la propia palabra, un toro con mayúsculas, palabra, y torearla como Dios manda, con el engaño reglamentario, y si es miura mejor, ahogándola en orgías creativas, pero antes vestirla de picardía, picarla, banderillearla, besarla a traición, darle pataditas en el culo como el salto de la rana, hacerle burla cuando se peina provocativa en el espejo o usa peluca versallesca; vestirla de monja, de guardia civil, de quijote, de don Juan, de punta en blanco, de puta pegajosa o de otro cantar; bien de novia amenizada con la marcha nupcial, o llevar manojos ya hechas al huerto deseado, y hacerles allí el harakiri, liándose la manta a la cabeza y darles un revolcón en la herida arena de la plaza. Y separar el trigo de la paja; trigo limpio para elaborar pan bendito, o churros calentitos, buñuelos, mantecados, tortas o polvorones de virginidad conventual con el visto bueno de doña Inés. A buen seguro, un certero olfato mercantil para la efemérides en puertas.
Luego, arrojar ecos, voces de ultramar por los acantilados de Maro al mar. Como en una corrida de auténticos toros, la introducción al paseíllo, el nudo de la tragedia del personaje, animal enfurecido, y el sangriento desenlace de la faena con el bicho arrastrado por muletillas; los aplausos de párrafos en el transcurso de la pelea, literal o connotativa, brillando con luz propia la muerte del protagonista -el toro- en el lecho después de seducir a Dulcinea en palacio. Exigir reses sin afeitar, al natural. Recién salidas de la dehesa de la mente e incrustarlas en el asunto; y el brindis al público con la montera en los medios entre subalternos, verbigracia, la tele, la radio, o sublimes foros de gloria en los mismísimos cielos. Y al aliño de la trama que no le falten los celos.
Pero cuidado, no se confunda. ¿Usted qué se ha creído?, aduce que puede hacer lo que le apetezca, engañando al auditorio, sacando bolsas de pipas sin pelar, rojas, negras, ensangrentadas, como palabras mensajeras de la chistera, cuando quiera. No está en sus cabales, tío, o a lo mejor sí, vaya usted a saber…
Baje del pedestal, de ese púlpito banal, acaso venal, y déle realismo a la escena. Ya está bien, hombre. Al pan, pan y al vino, vino. No pierda el seso con monsergas de mastuerzo.
El otro día usted se exhibió desnudo en las cristalinas aguas de Cantarriján como un cantamañanas, en vez de bañarse en ríos de palabras, y pescarlas con don de lenguas, como gato panza arriba, a mordiscos, dialogando en entretelas con ellas, y con el anzuelo del corazón llenar el canasto, pero no ha picado ninguna, según dice, y si me tira de las narices le diré que no se mojó el culo, no le dio un palo al agua, se aprovechó de las circunstancias de la corriente creativa. Aires de pasota. No jugó limpio; si le aplicasen la prueba del algodón.... a ver…
No tuerza el hombro desentendiéndose de la feria de los cuentos, de los giros sintácticos, de las fantasías sazonadas, enturbiando el fluir de la corriente apalabrada.
Deje de hacerse el gracioso. ¿Hasta cuándo vendrá a la casa de las palabras con la cremallera en la boca?; desde hoy en adelante verá el rótulo pintado con letras negras y ribetes de oro sobre el mármol, R.I.P.
No elucubre con puzzles cicateros, jerigonzas barrocas, o caligramas de paladines estrechos. Si sigue por esa trocha le triturarán rabiosos los dientes de los personajes que aún no rezan en este mundo, ni retozan en verdes campiñas -negro papel en blanco- gestando peripecias, urdiendo acontecimientos allende los mares, o silbando entre dulces violetas, envueltos en torbellinos sin cuento.
Actúa usted como un avaro empedernido, sesteando entre mieles mesiánicas de espaldas al destino, cobijado en los flecos de la farándula de los otros, saboreando palabras robadas, entrando y saliendo de la gruta literaria como pedro por su casa, disfrazado, con el carro hasta la bandera como vil delincuente, sin la aquiescencia del creador. Usted no se merece ver el desfile de estrellas por la gran Avenida de Andalucía, y menos por calles metálicas, con campanario de Bronce en forma de once.
En consecuencia está soterradamente sisando minúsculas cantidades, sílabas sordas, esdrújulas, ardientes, soporíferas, sonoras, polisílabas con modales pizpiretos, salidas de tono, incluso poliándricas, cultivadas en campos de talento con aromas de pitiminí. Pero usted quiere apoderarse de la textura, de sus faralaes, de su lengua de oro.
¿No le parece deprimente acudir a un coto privado sin aval, bien como militante de ONG de causa justa, por ejemplo, y, sin comérselo ni bebérselo, pretende vivir de las rentas, de su aliento, y exprimir el zumo de su fruto?
¿Hasta cuándo de brazos caídos, por desfiladeros del Oeste, descarnados parámetros de derrotados? Usted erró. No dé más vueltas. Recapacite. ¡Cuánta desidia, cuántas tardes ágrafas, arrugadas, ni chicha ni limoná!.
Deje de revolcarse en el umbral de la Casa de las palabras, en la silueta de su cuerpo, en los bordados del léxico, escupiendo en su suelo, provocando desconchones en las esquinas del hipérbaton, en los pilares peninsulares que las sustentan.
Hay que tapar grietas, reforzar tabiques, apuntalar techumbres, construir muros, levantar columnas, y echar leña al fuego de la chimenea en connivencia con las musas, sin menoscabo de la meditación trascendental. Sembrando consonancias y asonancias cortesanas o plebeyas, y en días de turbión, si es menester, cascajos, ripios o ritos lúbricos, ancestrales, serios.
¡Con el zumbido atronador de palabras que se escucha en tal mansión! Una casa hecha grano a grano, ladrillo a ladrillo, palabra a palabra, paso a paso, amasada con latiguillos y lexicones de tinta de hormigón.
Tantas grietas no se pueden aguantar. Hágase cargo, y piense que la “Casa de las palabras” es una criatura como las demás, y circula por las venas de sus moradores una savia convulsa, escrita y leída en torno a un fuego oral.
Días vendrán en que se pondrán morados con el vinillo de los vocablos y los rimados de palacio mezclados con el rimel sobre el papel, versos y prosas, sólida o sórdidamente, en un diáfano o lúgubre discurso, sorteando controles de alcoholemia a las puertas del Valle de Josafat.