Historias contadas, "Las ánimas"

            -Lo siento Bumbún pero tengo que dejarte solo, hoy no puedes venir conmigo, compréndelo, puede ser peligroso -le dijo Anita a su osito de peluche marrón.

            Depositó al osito en una pequeña silla de anea roja y luego continuó con la tarea de meterse algunas cosas en los bolsillos de su pantalón azul.

            -¿Qué te parece Bumbún, me llevo este tirachinas?, ¿y un sacacorchos?, ¿me lo llevo para defenderme de los malos?, te prometo que no haré daño a nadie, entonces, ¿me lo llevo todo?

            Fue a la cocina y de uno de los cajones de la alacena sacó un sacacorchos y volvió a su habitación.

            -¿Qué dices Bumbún?, ¿que tenga cuidado?, no te preocupes, con este sacacorchos soy invencible, ¡adiós Bumbún! -se despidió y salió de su casa montada en un  triciclo rojo con ruedas blancas.

            -¡Anita!, ¡Anita, no te vayas muy lejos que pronto será la hora de cenar! -le advirtió su madre desde la ventana y ella le dijo adiós con la mano.

            Los pedales del triciclo chirriaban y Anita sabía que eso fastidiaba bastante a sus vecinas que se sentaban al atardecer en las puertas para refrescarse, coser o simplemente charlar entre ellas.

            -¡A ver cuando le vas poniendo aceite a esas ruedecitas, niña! -le dijo su vecina Encarna.  Pero Anita no respondió, sacó la lengua a su vecina y  siguió pedaleando.

            La calle Ánimas tenía una aduana, estaba en la casa de José el carbonero y sus cinco hijos, a los que llamaban «la partía de la tizne». Siempre andaban por las calles con las ropas, las caras y las manos llenas de carbonilla, y lo único que se les distinguía de lejos era el blanco de los ojos y los dientes.  Iban siempre armados con bolitas de carbón que lanzaban con sus tirachinas.  Si algún crío tenía la desgracia de pasar por la aduana y se encontraba con la partía de la tizne, debía pagar un peaje que consistía en darles alguna chuchería, aunque lo que más apreciaban eran las cajas vacías de cerillas para jugar a los tacos, un juego que consistía en meter el mayor número de cajas de cerillas entre los huecos de la reja de una ventana.

            Puesto que Anita no quería llamar la atención con el chirrido de su triciclo, se apeó de él y lo cogió en brazos.  Le sudaban las manos y el corazón era una locomotora, dos pasos más y estaría en la aduana.  «Jó, qué mala suerte he tenido», pensó Anita, pues sentados en el alto escalón rojo de la casa de José el carbonero estaban sus mellizos, Antonio y Sebas.

            -¡Qué muñeca más fea es ésa! -señaló el Antonio con su dedo lleno de carbonilla.

            -¡Tonto, es un triciclo! -le respondió Anita.

            -Vale. Lo que tú digas Anita, pero nos lo vamos a quedar como pago por pasar.

            -¡De eso nada!, el triciclo es mío, que me lo regaló mi abuelita.

            -¡Su abuelita!, ¡niña tonta!, ¡encima te echarás a llorar y todo!

            -¡Yo no lloro, pero sí que me defiendo con esto! -gritó Anita sacando su sacacorchos y poniéndoselo al Antonio en mitad de la cara llena de churretes negros.

            -Vale, vale Anita -dijo el Antonio levantando los brazos y retrocediendo unos pasos- por ahora tú ganas, pero que sepas que cuando vuelvas te estaremos esperando con el resto de nuestros hermanos y nos las pagarás todas juntas.

            Anita no se podía imaginar que las amenazas de los mellizos no eran nada comparadas con lo que esa misma noche le iba a ocurrir no muy lejos de allí.  Se montó de nuevo en su triciclo y tan nerviosa iba que se dio de bruces con el Tuerto.  Alto y corpulento, Anita para verle la cara, que su hermano le había dicho que era de corcho, tuvo que arquear su espalda y aún así tan sólo pudo ver las dos cuevas peludas de su narizota.  Ella había oído decir a su mamá que cruzarse con él traía mala suerte.  Anita recordaría más tarde lo de la mala suerte, pero en aquel momento se contentó con no chocar con él y seguir pedaleando.

            Llegó a la esquina de la calle Ánimas con calle Granada y observó cómo por mitad de ésta subía una comitiva.  Cruzó rápido y se paró en la puerta de su abuelo Federico que discutía con el Frasco sobre el tiempo.

            -¡Anita, súbete a la acera, rápido! -le ordenó su abuelo.

            -¿Qué pasa abuelito?

            -Que viene un entierro y si lo quieres ver deberás permanecer calladita.

            Anita observó en silencio cómo delante del ataúd que era transportado a hombros venía el Manolo.  Manolo era como un niño grandote con canas y más de cuarenta años, y a pesar del largo hilo de babas que le colgaba por las comisuras de la boca, iba la mar de recto y serio en su papel imaginario de ayudante de entierros.

            -Este Manolo es que huele los entierros -comentó Frasco por lo bajito.

            -Tienes toda la razón, Frasco -afirmó el abuelo de Anita y añadió- el día que Manolo se muera va a tener que asistir todo el pueblo a su entierro.

            Cuando el ataúd pasó por la puerta del abuelo de Anita, ésta observó que ambos ancianos se quitaban las boinas.

            -¡Se ha muerto de hambre y frío el pobre infeliz / cuando llegue al cielo le comprarán un jersey...!- oyó Anita cantar a su abuelo por lo bajito.

            -¿A quién le cantabas abuelito? -preguntó Anita cuando ya se alejaba el entierro.

            -Al muerto. Era pobre y no llevaba más que una sábana liada por ropa y cuatro tablones viejos por ataúd.

            -¡Pobre hombre, una ánima más para el cielo, Federico! -suspiró Frasco cubriéndose la calva con la boina.

            -¿Una ánima?, ¿cómo las que hay en el campo de la Ánimas? - preguntó Anita curiosa.

            -Más o menos- respondió su abuelo.

            -Es que yo voy ahora a jugar allí.

            -Pues ten mucho cuidado, bonica -le advirtió el Frasco- y si te cruzas con alguna ánima, te santiguas y sobre todo no la mires a la cara.

            -¿Por qué?

            -Porque te llevarían con ellas y tú no quieres marcharte de Nerja, ¿verdad?

            -¡Calla tunante, no ves que estás asustando a mi nieta! -riñó el abuelo de Anita- A ti lo que te pasa es que no quieres que te pesquen algún día por aquellos campos camino de la casa de la fresca de la Juana...

            -¿Quién es la Juana, abuelito?

            -Nadie en especial -contestó su abuelo, pero Anita ya se había montado en su triciclo y se alejaba calle Granada abajo.

            Casi al final de la calle Anita vio apeado en la acera al afilador con su bicicleta vieja y oxidada.

            -¡Afilo todos los cuchillos, tijeras para cortar los pelos, para cortar la ropa y las uñas...!, ¡el afilaóóó!- canturreaba y después hacía sonar un flautillo hecho de cañavera.

            De pronto una mujer salió de un portal con unas tijeras entre las manos y se acercó al afilador.  Anita curiosa también lo hizo.

            -¡Qué música más bonita toca usted! -dijo Anita.

            -Pues fíjate niña que a nadie le hace gracia.

            -¿Por qué?

            -Es que dicen que con mi música atraigo al viento.

            -Y tienen más razón que un santo -interrumpió la mujer de las tijeras.

            -¡Eso son chaladuras! -dijo muy enfadado el afilador.

            -De eso nada y si no mira mis trapos en el balcón, ya están bailando con el viento- señaló la mujer.

            Anita se alejó de los dos mientras seguían discutiendo y llegó al alto muro de piedra rojiza que daba acceso al campo de las Ánimas.  Al otro lado se oían los gritos de su hermano Miguel que jugaba con otros niños. Anita buscó el amplio hueco que había a un lado del muro, lo atravesó y luego introdujo su triciclo.

            Al fin había llegado al campo de las Ánimas, donde aseguraba su abuela que por las noches se paseaban con candiles las pobrecitas almas errantes del purgatorio.  Corrió hacia el grupo donde estaba su hermano.

            -¿Tú qué haces aquí? -le preguntó su hermano.

            -Me he escapado de casa, así que ya soy mayor y puedo quedarme.

            -Está bien. Te dejamos que te quedes, pero sin incordiar.

            Anita jugó largo rato con su hermano y los amigos de éste a la pelota, al corre que te pillo, a tirar piedras a los árboles y cuando quiso darse cuenta ya estaba anocheciendo.

            -Miguel será mejor que nos vayamos a casa -advirtió Anita a su hermano.

            -Vete tú si quieres, nosotros vamos a jugar a las escondidas.

            -¡Uuuuuh! -gritaron los amigos de su hermano elevando los brazos para asustarla. Pero no lo consiguieron.

            -Me quedo -dijo Anita muy decidida.

            En el campo de las Ánimas oscureció rápidamente. El cielo se cubrió de nubes y empezó a soplar un fuerte viento de levante.  Anita de pronto se acordó de lo que le dijo la mujer de las tijeras al afilador.

            Comenzaron a jugar a las escondidas y a su hermano le tocó contar apoyado en el tronco de un chirimoyo.

           -¡Uno, dos, tres, cuatro...! -contaba su hermano en voz alta mientras los demás corrían a esconderse entre la maleza, las piedras y los árboles, dejando a Anita sola en la oscuridad de la noche.

            Caminó a tientas y tropezó con toda clase de matas, ramas secas y piedras que a ella se le antojaban serpientes y manos de ogros que la querían raptar.  Llegó por fin a tocar el tronco de un olivo y se camufló para no ser vista.  Le sudaban las manos y la frente, le dolían los ojos por el esfuerzo de querer ver todo cuanto se movía y crujía a su alrededor.  El viento aullaba entre las ramas de los árboles, hacía remolinos con las hojas secas y las elevaba frente a Anita como murciélagos de dientes largos muy afilados buscando sangre caliente.  De pronto, como espectros de otro mundo, surgieron dos luces en el campo de las Ánimas y luego tres, cuatro y un montón de luces que ya Anita no lograba contar, todas en fila como una procesión de Semana Santa.

            Anita tenía miedo y quería llamar a su hermano, pero recordó las palabras del Frasco, el amigo de su abuelo, sobre el peligro de ser descubierta por las ánimas y que la secuestraran.

            Las luces cada vez estaban más y más cerca de Anita.  Las ramas bajas del olivo azotaban su cabeza.  Temblaba de frío, le lagrimeaban los ojos y le escocían los labios.  El pánico se le acumulaba en la garganta con cada latido de su corazón que andaba como enloquecido, cuando llegó la primera ánima al lado de Anita, ésta aterrada se llevó las manos a la boca y se mordió los dedos para no chillar, y entonces ocurrió que se apagó una de las luces.

            -¡Lo que me faltaba ya hoy!- dijo la ánima para sorpresa de Anita.

            -Pues enciende el candil con un mechero- le respondió la otra.

            -No tengo.

            -¡Serás tonto!, anda acerca tu candil al mío para que puedas encenderlo.

            Anita pegó tanto su cuerpo al tronco del olivo que se arañó toda la cara, pero no dejó escapar ni un gemido para no ser descubierta.  La luz del candil se movió hacia un lado y de pronto iluminó un rostro lleno de agujeros con una nariz muy grande que se volvió hacia Anita y ésta comprobó aterrada que sólo tenía un ojo.  Dio un respingo y temblando se santiguó como le había dicho Frasco, el amigo de su abuelo, pero no pudo evitar seguir mirando como hipnotizada aquella cara de corcho que le recordaba a alguien que había visto esa misma tarde.

            -¡Venga Tuerto, camina o seremos los últimos en llegar! -ordenó la primera ánima.

            -¡Tranquilo Frasco, que la Juana no va a apagar el farolillo rojo sin que lleguen sus mejores clientes! -dijo el Tuerto para mayor sorpresa de Anita que vio cómo las dos luces se alejaban discutiendo.

Lucía Muñoz